LA GENERACIÓN DEL 78

 

 

A raíz de las últimas actuaciones poco edificantes  llevadas a cabo por el rey emérito, han resurgido críticas a los políticos que protagonizaron la época de la Transición como responsables de que fuera él quien ocupara la Jefatura del Estado, en lugar de haber promovido la creación de una república que sustituyera a la dictadura franquista. Esta acusación es de una frivolidad que asusta, especialmente cuando viene formulada desde sectores políticos, que suponemos cualificados. Ahora y con el comportamiento indeseable del emérito es fácil criticar, “las cosas pa sabías” dice un dicho andaluz, pero los que vivimos esos momentos, nunca olvidaremos lo que costó y el nudo en la garganta que tuvimos en algunas ocasiones. Conviene recordar algunos hechos de sobra conocidos, que  parecen no tenerse en cuenta a la hora de calificar aquellos acontecimientos.

El dictador dejó “atado y bien atado” la continuidad de su régimen, con el nombramiento de Juan Carlos como su sucesor, a quién hizo rey. Sólo desde una traición se podría cambiar el rumbo previsto y él la protagonizó, junto con Adolfo Suarez. Este es un mérito que se le puede reconocer, aunque cabe pensar que lo hizo ante la imposibilidad de continuar con un régimen que no se podía sostener  tras la desaparición de su creador. También influyó en su decisión la postura de cambio de un amplio sector del régimen que no veía otra salida.

En este tiempo en el que se estaba fraguando el cambio de régimen se produjo la matanza de los abogados del despacho de Atocha por asesinos de Fuerza Nueva (24 de enero de 1977). El entierro de las víctimas y la demostración de fuerza y prudencia que mostró el Partido Comunista hicieron que no hubiera más remedio que legalizarlo. Era una fuerza política que no se podía ignorar ni mantener en la ilegalidad. Se había ganado ese derecho en la lucha antifranquista. Pero esto  provocó un ruido de sables  y la consiguiente preocupación por su sublevación. ETA seguía a lo suyo, matando y provocando, aún más, a las fuerzas armadas. El GRAPO se unió a estas acciones terroristas, matando y secuestrando. Detrás de cada acción terrorista surgía la angustia de que el proceso descarrilara. La situación económica era desastrosa, la fuga de capitales a la muerte del dictador, la crisis del petróleo, el brutal incremento del paro y una inflación del 27%, venían  a echar más leña al fuego de la inquietud y la incertidumbre que ya existía. Las conspiraciones entre militares para preparar un golpe que frenara el proceso democrático se habían puesto en marcha. La operación Galaxia (1978) fue una de las que se tuvo conocimiento público, pero no fue la única.

Conseguir un consenso entre los partidos políticos para redactar conjuntamente una Constitución que sostuviera una democracia en esas circunstancias tiene un mérito que se debe reconocer, aunque sólo sea por el hecho de haber podido hacerla, por más que adolezca de contenidos que nos gustaría que figuraran. A pesar de estas condiciones adversas, nuestra Constitución nace con un profundo espíritu democrático y participativo.

He dejado para el final el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981  que hemos recordado en estos días  con motivo de cumplirse 40 años de aquel acontecimiento. Fue el último momento dramático de la azarosa transición. Una chapuza de Tejero que reventó una operación  bien montada y preparada con tiempo. Algunos investigadores señalan que se fraguó con conocimiento del emérito y que el Secretario de la Casa Real, Sabino Fernández Campos, fue  quién frenó el golpe (La famosa frase, “ni está ni se le espera”, en respuesta a una pregunta del jefe de la acorazada Brunete sobre si había llegado el general Armada a la Zarzuela, del que tenía que recibir la orden de sacar los tanques a la calle). Fueron los momentos más dramáticos que sufrimos los demócratas, angustiados ante la tardanza del Rey en aparecer en la televisión y con el Congreso secuestrado por unos fascistas descerebrados. Al final salió vestido de general y tranquilizó los ánimos. Nadie en esos momentos se cuestionó si lo hacía por convencimiento o forzado por las circunstancias, aunque hubo rumores por la tardanza en comparecer.

 En las fuerzas políticas de la izquierda se dieron dos posturas distintas a la hora de afrontar la transición, los partidos más radicales de la izquierda eran partidarios  de romper con todo lo anterior e implantar una república, y los que defendían que en esos momentos, lo más lejos que se podía ir era a la reforma  del sistema, creando una democracia pero admitiendo que la jefatura del Estado fuera la que designó Franco. Era una condición sine qua non impuesta por las fuerzas políticas provenientes de la dictadura, cuyo incumplimiento significaba destruir todo lo que se había hecho y desembocar en una tragedia. PSOE y PCE fueron conscientes de lo que estaba en juego y apostaron por implantar la democracia por encima de la forma de jefatura que tuviera el Estado, aunque limitando su poder a la mera representación. Creo que esta postura fue un acierto, pese a las muchas dificultades que hubo para explicar la existencia de la monarquía entre la inmensa mayoría de los militantes de la izquierda que albergaban sentimientos republicanos.

Es tramposo acusar ahora a los que construyeron el andamiaje que hoy sostiene la democracia de haber consentido la monarquía y por tanto de los desafueros cometidos por el emérito. Lo anteriormente expuesto a modo de recordatorio, parece en estos momentos necesario para que los diletantes que no vivieron esos momentos ni han sido capaces de ponerse en el ánimo de los que los protagonizaron, no se erijan ahora en más republicanos que nadie.

 Ciertamente que 44 años después la Constitución necesita una reforma en profundidad para adaptarse a las necesidades actuales pero ¿Se puede conseguir ahora  una atmósfera de diálogo que posibilite ese cambio necesario? ¿Es posible un acuerdo entre Iglesias y Casado, como lo fue entre Carrillo y Fraga? Para eso hace falta tener un concepto de Estado del que carecen la mayoría de los dirigentes políticos de ahora,  me inclino a pensar que eso que he oído decir muchas veces últimamente de que “ya no hay políticos como los de antes”, no está falto de razón. Para emprender esa necesaria tarea sobran los pronunciamientos de las verdades inamovibles. Es absolutamente necesario recuperar el espíritu de diálogo y renuncias que impregnó la Transición. Construir el bienestar y el futuro de la ciudadanía no se consigue cavando trincheras ni radicalizando posiciones, se consigue construyendo puentes y alcanzando consensos, como hicieron aquellos políticos. Aunque al parecer eso ahora no toca.

 

 

 

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