NO ES LA LEY, SON LOS JUECES


La aprobación de una ley por el órgano legislativo  supone la respuesta a una realidad social que requiere ser regulada. Siempre se tiene en consideración los diversos aspectos que puede presentar esa realidad para intentar incluirlos, pero nunca podrá ser una redacción exhaustiva que contemple todas las circunstancias. En primer lugar porque es imposible poder encorsetar la dinámica social, que introduce de manera permanente cambios  en sus comportamientos y en segundo lugar porque si se pudiera realizar una regulación tan exhaustiva que pudiera contemplar la absoluta totalidad de los supuestos que se pudieran dar, haría innecesario el poder judicial, la justicia sería aplicada mediante  un trámite administrativo y podría impartirse de forma automática por un ordenador. Ya le gustaría a más de uno que eso fuese así y que pudiera tener en sus manos el mando del ordenador. Aquí ya pasamos por algo parecido a eso pero más cutre.
 Un sistema democrático funciona desde el principio de respeto a la libertad, de ahí la división de poderes. Quien hace las leyes que regulen esa libertad no puede interpretarla en caso de conflicto, es una garantía para poder ver el problema con más objetividad. Esto, que en principio y como enunciado, es racionalmente aceptable, tropieza con que la aplicación de ese concepto queda en manos de personas, cada una con sus principios, su cultura, su ideología, sus problemas personales, familiares, etc. Y de ahí surge el  problema irresoluble de que existan algunos jueces que contaminen con sus principios, intereses e incompetencia  la necesaria objetividad que requiere el ejercicio de su profesión.
En el juicio contra la Manada, un grupo de salvajes con la mente saturada de películas porno, se ha puesto de manifiesto la peor cara de la Justicia. La inmediata y masiva respuesta de la sociedad contra la sentencia emitida por el tribunal ha demostrado que este tipo de jueces no están capacitados para administrar justicia. No es conveniente perderse en el laberinto de los recovecos jurídicos que tan aficionados son los juristas para justificar determinadas actuaciones. En casos como este en el que una chica adolescente es violada repetidamente y humillada  por un grupo de salvajes , que graban su fechoría para después poder exhibir su “hazaña”, que al final le quitan el móvil para que no pueda comunicar a nadie el atropello sufrido, que se sienta sola en un banco llorando aturdida, que denuncia a la policía lo que le han hecho, ¿no está suficientemente probado que esos malhechores han actuado contra su voluntad, que se ha sentido atemorizada, que ha sido objeto de una violencia sicológica extrema? El argumento utilizado para calificar el acto de abuso y no de violación está en la interpretación de la palabra violencia,  según el tribunal no existió. ¿Qué entiende el tribunal por violencia?  Un grupo de cinco hombres que acorralan a una chica en un rincón con el objeto de violarla ¿no es violentar su voluntad? ¿Es necesario que encima le peguen? ¿Tan difícil es de entender el terror que se apodera de alguien en esa situación? Naturalmente que todos lo entendemos, todos menos el tribunal y especialmente el magistrado Ricardo González, un experto en diferenciar los gemidos de dolor de los del placer. En su voto particular viene a concluir que la chica consintió (qué remedio le quedaba)  y lo pasó muy bien. Por eso los denunció después, seguramente por no haberle proporcionado suficiente placer. Es demencial.
El presidente del Tribunal Supremo ha salido pidiendo que se respete a los jueces que han intervenido en este caso y ha defendido la sentencia. Eso le entra en el sueldo. Pero añade que las descalificaciones realizadas por cargos públicos compromete gravemente la confianza de los ciudadanos en el sistema judicial. Lo que hace a los ciudadanos perder la confianza en la Justicia es este tipo de sentencias. Ahora lo que procedería por su parte es impedir que personas como  estos magistrados  vuelvan a poner en entredicho uno de los pilares del sistema democrático. También le entra en el sueldo.
El Código Penal se puede reformar, especialmente con contenidos que regulen con más pormenor estas circunstancias, pero en este caso que nos ocupa, la ley tiene suficiente contenido como para haberla aplicado  más ajustada al sentido común, que también debe formar parte de la interpretación jurídica.


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